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Capítulo 8 - Perseverancia e iniciativa, Página 2 de 4

 

Si hubiera aplicado la misma determinación para huir de los enemigos de su espíritu como el que mostró para huir de los enemigos de su persona, ¿habría algo en este mundo que no pudiera llevar a cabo? Bueno, todos sabemos lo que le sucedió a la Dinastía Manchú.

Queridos amigos, los demonios de la pereza, del orgullo y de la glotonería nunca negocian la paz. Siempre están en guerra. Solo una determinación feroz puede dominarlos. Y dominados, se echan y esperán a que aflojemos nuestra resolución, pueden estar seguros de que reaparecerán a la primera oportunidad.

Determinación e iniciativa. Son indispensables. No se conviertan nunca en esclavos de la conveniencia y del conplacer. Aprendan a adaptarse a cualquier situación que se encuentren. Den la bienvenida con más énfasis a los apuros en vez de a la facilidad. Los apuros se presentan con retos... y es superando estos obstáculos como desarrollarán carácter y habilidad. Los retos son nuestros mejores profesores.

No tengan miedo de fracasar. Inténtenlo una y otra vez. Hay un viejo proverbio que merece la pena recordar: El buen juicio viene de la experiencia, y la experiencia viene del mal juicio.

No permitan que los fracasos les derroten, se convertirán en la base sobre la que seguramente descansarán sus éxitos.

Permítanme que les hable de un hombre humilde que adquirió el inusual nombre de, "Maestro Imperial Pantalones de Dragón".

Una vez hace tiempo - en realidad en la segunda mitad del siglo dieciseis - había un hombre pobre y analfabeto que con devoción desaba alcanzar la iluminacion. Se creía miserable e indigno para convertirse en monje budista, pero con todo fue a un monasterio y preguntó si le dejarían trabajar en sus campos.

Todos los días este humilde hombre trabajaba alegremente desde el amanecer hasta el anochecer. Era demasiado vergonzoso para presentarse y pedir directamente la ayuda de alguien. Simplemente esperaba que observando a los monjes descubriría un método por el cual poder alcanzar la iluminación.

Un día vino un monje de visita al monasterio. Este monje había llegado al punto más bajo de su vida espiritual y estaba viajando por varios monasterios intentando hallar un camino para recuperar su fe. Por casualidad se fijó en el hombre que trabajaba tan alegremente en los campos, y le maravillo el entusiasmo del hombre por el trabajo duro. ¿Qué provocaba en el hombre una vida tan feliz? ¿Cuál podría ser su secreto?

Así que el monje se acercó al hombre y con humildad y admiración preguntó: "Señor, ¿sería tan amable de explicarme su método? ¿Qué práctica sigue?"

"No tengo práctica -dijo el hombre-, pero ciertamente me gustaría aprender una. Venerable Maestro, ¿sería tan amable de darme alguna pequeña instrucción?"

El monje visitante vio la humildad y sinceridad del hombre y se conmovió basntante. Dijo: "Ha hecho por mí lo que los maestros no han podido." Y estando verdaderamente inspirado, renovo su voto y su determinación por alcanzar la iluminación en aquel mismo momento y lugar. Entonces le dijo al hombre: "Aunque no puedo darle ninguna instrucción que sea tan valiosa como la que usted me ha dado con su ejemplo, estaría encantando de ofrecerle cualquier consejo que pueda. Le sugiero, Buen Señor, que se esfuerze por comprender el Hua Tou, "¡Amitabha! ¿Quién es el que ahora repite el nombre de Buddha?"

Todo el día mientras trabajaba, el hombre pensaba en este Hua Tou. Y después, cuando llegó el invierno y no había más trabajo que hacer en el campo, se retiró a una cueva en la montaña y siguió trabajando en su Hua Tou. Hizo una cama de olorosas espinas de pino. Para la comida recogía piñones y sacaba raízes de la tierra. Con arcilla se hacía un puchero, y después de cocerlo al fuego, podía hervir nieve para hacer té y sopa.

Cerca de su cueva había una pequeña aldea y cuando el invierno se estaba terminando, y la gente agotó sus provisiones, comenzaron a acudir a él rogando comida. Les daba lo que podía y les enseñaba donde estaban los mejores pinos y raices, pero muchos estaban demasiado débiles para buscar comida. Peor aún, en su hambre todos se volvieron tacaños, egoístas y pocos dispuestos a ayudar.

El hombre tuvo una idea. Sabía lo que hacer. Hizo un gran puchero de arcilla y lo llevó al centro de la aldea. Llenó el puchero con nieve y prendió fuego bajo él. Naturalmente todos los aldeanos vinieron a ver lo que estaba haciendo.

"Hoy -anunció- les enseñaré como hacer sopa de piedra." Todos se rieron. No es posible hacer sopa de piedras. Pero el hombre escogió varias piedras de la falda de la montaña y después de lavarlas ciudadosamente las echó al puchero. Entonces, del bolsillo de su gastado abrigo sacó unos pocos piñones y algunas raices secas.

Uno de los aldeanos dijo: "Necesitará algo de sal para la sopa."

"¡Ah! -dijo el hombre- No tengo sal."

"Yo sí -dijo el aldeano-. Correré a casa y la cogeré."

Otro aldeano dijo: "Sabe, por casualidad tengo un repollo en mi bodega. ¿Le gustaría incluirlo en la sopa?"

Y el aldeano corrió a casa para ir a buscar su viejo repollo.


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Last modified: July 11, 2004
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